En una audiencia de rutina, al rey Tajuan do Iémene, le trajeron cinco bandidos que habían requerido protección y misericordia. Seguido de guardias vigilantes, se aproximó el primero y le rogó con lágrimas, después de besar el banquito en donde el soberano ponía los pies:
– ¡Perdón, oh rey! Juro por el Altísimo que no maté con intención… Comencé a discutir con el ladrón de mis caballos y en un determinado momento, sentí la cabeza confusa… rodé en el suelo sobre mi adversario y cuando me dominé, ¡el ladrón estaba muerto! ¡Piedad! ¡Piedad para mí, que no tuve fuerza de controlar el corazón!… Sólo ahora, en la prisión, oí la palabra de un hombre que repetía las lecciones del Profeta… ¡Sólo ahora, comprendo que me equivoqué!…