El día 26 de agosto del 2017, el Centro Nacional de Huracanes, en Estados Unidos, comenzó a monitorizar una ola tropical sobre la costa occidental africana. En las siguientes veinticuatro horas, fue clasificada como una tormenta tropical. Y recibió el nombre de Irma. Vendría a transformarse en huracán, un ciclón tropical que, alcanzando el Caribe y Cuba, dejó un rastro de destrucción y muerte.
Llegó a Estados Unidos con la misma actitud de revuelta de un planeta que busca sobrevivir, a pesar de los malos tratos que ha recibido de sus habitantes. Previamente anunciado, llegó a generar pánico. Las gasolineras, los supermercados, las tiendas de materiales de construcción, no dieron abasto para atender la demanda. Faltó agua, alimentos e incluso tornillos y clavos para las maderas que deberían proteger las puertas y ventanas.
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