Esperaba por Usted justo aquí, para tratar de un asunto serio, – me dijo Capistrano, un viejo amigo que ahora está en el Plano Espiritual, al cual conocí ya mayor y próspero, en una pequeña tienda de Botafogo, en el tiempo en que todavía me estaba acomodando a la estructura enferma.
Alrededor nuestro, en la esquina de la calle Real Grandeza, grupos fraternos de amigos desencarnados alegremente se burlaban de los carros que colocaban flores para las conmemoraciones de los difuntos, junto al aristocrático cementerio São João Batista. Canastas y ramos, haciendo recordar joyas de primavera, se derramaban de las manos ricas y pobres, arrugadas y juveniles, en homenaje a los afectos queridos, que casi todos los visitantes suponían inmóviles para siempre ahí en el suelo.
– Supe mi amigo, – prosiguió Capistrano singularmente abatido, – que Usted todavía escribe para los vivos del mundo…