Dices bien -nos dice un espíritu-, la playa cubierta de espuma es de un efecto sorprendente y grandioso sobre toda ponderación. No hay salón de rico potentado que tenga alfombra mejor trabajada ni techumbre más esplendorosa. Ayer te acompañé en tu paseo, me asocié a tu contemplación, oré contigo, y no te he dejado ni un segundo, porque deseaba contarte un episodio de mi última existencia íntimamente enlazada con los mantos de espuma que tanto te impresionaron, manto que ningún César lo ostenta tan hermoso, porque el manto de Dios es superior en belleza a todas las púrpuras y armiños de la Tierra.
En mi última encarnación pertenecí a tu sexo, y a semejanza de Moisés, me arrojaron al mar en un lindo cestito de mimbres en una hermosa mañana de primavera. Un niño de diez años estaba jugando a la orilla del mar, vio mi cuna y, dominado por infantil curiosidad, se lanzó al agua, y momentos después saltó a tierra ebrio de felicidad, porque sin esfuerzo alguno había conseguido coger el objeto codiciado, el cestito de mimbres de color de rosa, que se había sostenido a flor de agua. Grande fue su sorpresa cuando al abrirlo encontró dentro una tierna criatura envuelta en encajes y pieles de armiño.