Fatalidad y destino son dos términos que se emplean, a menudo, para expresar la fuerza determinante e irrevocable de los acontecimientos de la vida, así como el arrastre irresistible del hombre para tales sucesos, independientes a su voluntad. ¿Estaríamos nosotros, realmente, a merced de esa fuerza y de ese arrastre? Razonemos: Si todas las cosas estuviesen previamente determinadas y nada se pudiese hacer para impedirlas o modificar su curso, la criatura humana sería una simple máquina, sin libertad y enteramente irresponsable.
En consecuencia, los conceptos del Bien y del Mal quedarían sin base, anulando todo y cualquier principio dictado por la Moral. Ahora, es evidente que, casi siempre, nuestras decepciones, fracasos y tristezas ocurren, no por nuestra “mala estrella”, como creen los supersticiosos, sino pura y simplemente por nuestra manera errónea de proceder, de nuestra falta de aptitud para conseguir lo que ambicionamos, o por una expectativa exageradamente optimista sobre lo que este mundo nos pueda ofrecer. Debemos reconocer, entretanto, que, aunque gran parte de aquello que nos ocurre sean consecuencias naturales de hechos conscientes o inconscientes practicados por nosotros, o por otros, con o sin la intención de alcanzarnos, existen vicisitudes, disgustos y aflicciones que nos alcanzan sin que podamos atribuirles una causa inteligente, dentro de los cuadros de nuestra existencia actual.