He aquí el gran problema, el misterioso problema de la vida; dos palabras que serían la desesperación de todos los que sufren, si en el fondo de todo sufrimiento no germinara alguna consoladora semilla de esperanza. Cierta noche, una amiga mía, Elena, entró en mi aposento envuelta con su largo manto de luto: dejóse caer en un sillón, cogió mi diestra entre sus pequeñas aristocráticas manos, y fijándose en mí su profunda y melancólica mirada, díjome con acento desfallecido:
-Amalia, ¿por qué seré tan profundamente desgraciada? Respóndeme, por piedad, ¿por qué?…