
Demorábanse en el paisaje tranquilo los destellos del atardecer, matizando con tonos rosas, rojos y amarillos las nubes que pasaban. La brisa balanceaba el abanico verde de las palmeras exuberantes, cargadas de frutos. Revoloteaban en el aire, impregnando a los corazones, las ansias y emociones de los acontecimientos que hacía poco habían presenciado. El Maestro se agigantaba a los ojos de la multitud. Su estoicismo revelado a través de Su conducta austera, se exteriorizaba en la palabra, a veces dulce, a veces enérgica, y en las acciones nobles con las que favorecía a aquellos que Lo buscaban. Jamás alguien logró realizar tan admirables fenómenos de los que Él era solamente, sublime agente.
La envidia rastreaba Sus pasos, y las disputas vulgares entretejían duelos emocionales entre los frívolos que buscaban adaptarse a Él. Lo cierto es que había venido para liberar las conciencias y grabar vidas en los paneles del amor. De ese modo, las multitudes se sucedían unas a otras en torno de Él, sedientas, emocionadas, confiantes. Él era el portador de las bendiciones que todos necesitaban. Con Su sencillez inefable, penetraba en lo recóndito del ser, sin exhibir sus llagas. Sus silencios eran tan elocuentes como Sus palabras, dejando impresas en las almas, las marcas de luz de la liberación. Hacía poco, Su voz había envuelto a los hombres en las esperanzas y consuelos del soberano código de las Bienaventuranzas. (1)