
En todas las épocas, todos los pueblos practicaron, a su manera, actos de adoración a un Ente Supremo, lo que demuestra que la idea de Dios es innata y universal. En efecto, jamás hubo quien no reconociese íntimamente su flaqueza, y la consecuente necesidad de recurrir a Alguien, todopoderoso, buscando Su apoyo, el bienestar y la protección, en los trances más difíciles de esta tan atribulada existencia terrena.
Hubo tiempos en que cada familia, cada tribu, cada ciudad y cada raza tenían sus dioses particulares, en cuyo honor ardía el fuego divino constantemente en el hogar o en los altares de los templos que les eran dedicados.