Sufres mientras solicitas alivio y te embriagas con la oración como quien asciende al Cielo por la escala sublime de la bendición…
Imploras la presencia del Cristo. Aun así, no encuentras al Maestro, delante del cual te postrarías humildemente. Sabes, no obstante, que desde las Alturas los Brazos Eternos sostienen tu vida, y mientras te enterneces en la melodía de la confianza, sientes que tu alma se corona de luz al fulgor de las estrellas.
Suplicas al orar tu felicidad y la felicidad de los que más amas; obtienes de tal modo consuelo y la reparación de tus energías… Sin embargo, cuando regreses de la divina excursión que haces en pensamiento, desciende tu mirada hasta el valle de los que padecen. Descubrirás a aquellos para quienes la más pequeña migaja de tu bienestar representará invariablemente, de algún modo, la conquista de la perfecta alegría.